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Aladino vivía en un humilde hogar con su madre. Cierto día, conoció a un enigmático extranjero que le ofreció dinero a cambio de prestarle un favor. Intrigado, Aladino aceptó su proposición, ya que su familia no contaba con muchos recursos. El forastero pidió al muchacho que lo siguiera, sin contarle nada más.
Caminaron hasta el bosque, que Aladino conocía bien, puesto que solía acudir allí a jugar con frecuencia. Sin embargo, nunca reparó en lo que parecía ser la entrada a una gruta y también el destino final del extranjero. Éste le explicó que la galería era demasiado estrecha para él y que necesitaba recuperar una lamparilla de aceite que había olvidado en el interior.
Aladino accedió a su petición. Antes de introducirse en la gruta, el forastero le advirtió que no tocara nada más que lo que él le había pedido. Las palabras del extraño alertaron al joven de la anomalía de la situación, pero él también tenía sus propias necesidades y el dinero de la recompensa sería muy bien recibido por su madre.
El muchacho se adentró decidido hacia la gruta y al poco tiempo divisó una pequeña luz que brillaba levemente desde una lampara. Gracias a la tenue luz, también logró vislumbrar todo un tesoro de oro y joyas que cubría la estancia. El chico, extrañado por el interés que el forastero manifestaba en una simple lamparilla de aceite, llegó a la conclusión de que éste no debía estar del todo en sus cabales o debía tratarse de un hechicero.
Desde fuera de la cueva, el brujo exaltado pedía a gritos su lampara. Aladino se disponía a salir de la misma, pero entonces el extraño le impidió el paso, pretendiendo recuperar primero su tan valiosa lámpara. Aladino, muy nervioso, se negó a acceder a su petición, ante lo cual el brujo siguió empujándole hacia el interior de la gruta. En el forcejeo, el forastero perdió una sortija que llevaba y que cayó a los pies del joven, mientras cerraba con una gran piedra el acceso a la cueva.
Encerrado a oscuras y en silencio, Aladino comenzó a juguetear con el anillo que había recogido del suelo hasta que, repentinamente, una luz muy cálida invadió la galería, y entonces, apareció un genio sonriente.
– Mi señor, soy el genio de ese anillo, y vengo para complacer tus deseos.- se presentó el maravilloso ser.
– En ese caso, lo único que quiero es regresar a casa.- contestó Aladino.
En ese mismo instante, el joven dejó de estar atrapado en la cueva para estar de regreso en casa con su madre, y con la lampara de aceite entre sus manos. El joven contó a su madre lo sucedido. A pesar de no poder entregarla el dinero que aquel extraño le había prometido, la madre pareció contentarse con la lamparilla. Cuando comenzó a frotarla para limpiarla un poco, del interior de la lampara surgió esta vez otro genio, mucho más poderoso que el anterior.
– Soy el genio mágico de la lámpara, ¿cómo puedo complaceros?
Petición a la que Aladino contestó alegre, pidiendo al nuevo genio una copiosa comida. Y su deseo fue concedido en el acto. Toda una selección de exquisitos alimentos apareció frente a la humilde familia, que no volvió a padecer hambre en mucho tiempo, ya que a esta comida le siguieron muchas otras.
Así, el joven Aladino se crió sin preocupaciones, ya que se contentaba con muy poco para ser feliz, y a su vez el genio se encargaba de proveerles. Una mañana en el bazar, Aladino divisó a la hija del Sultán, de la que quedó inmediatamente prendado. De regreso, el joven comentó a su madre su repentino enamoramiento, y su deseo de casarse con la hija del mandatario.
La tradición exigía un regalo para pedir la mano de la princesa, y eso fue lo que la madre de Aladino pidió esta vez a su genio. Una vez en posesión de un enorme tesoro dentro de un baúl, se encaminó al palacio real.
El Sultán se mostró sorprendido ante tanta riqueza, sin embargo pidió a la humilde familia más pruebas para cerciorarse de que Aladino podría asegurar el bienestar de su hija. Al llegar a casa, la familia volvió a recurrir a la ayuda del genio, quien al instante, obedeció las órdenes de su amo y le concedió caballos de pura sangre con muchas riquezas. Baúles repletos de joyas y piedras preciosas, custodiados por bravos jinetes que, a la orden de Aladino, marcharon en procesión hacia el palacio real.
El Sultán, nuevamente satisfecho y con la seguridad de que el joven se mostraba tenaz para poder desposar a la princesa, asintió complacido. Aladino y la princesa Halima contrajeron matrimonio y se establecieron en un bonito palacio, que el joven mandó construir con la ayuda de su genio.
La pareja y sus familiares eran felices y dichosos, hasta que un día el malvado brujo que guiará a Aladino hasta la lampara, apareció en la ciudad. Se hacia pasar por un mercader del bazar, y fingía coleccionar antigüedades. La princesa Halima pasaba por ahí, y decidió entregar al brujo la vieja lámpara de su esposo, ya que nada sabía del misterioso genio, a cambio de otra nueva.
El hechicero reconoció la lampara rápidamente y comenzó a frotarla. Acto seguido pidió un deseo, y todo lo construido anteriormente por el genio, desapareció para aparecer en la región del brujo. Halima lloraba al ver que el mercader quería tomarla por esposa y se mostraba vengativo. La sorpresa de Aladino, al ver todas sus posesiones habían desaparecido, hizo que volviera a frotar el anillo del forastero, que aún seguía conservando. El diminuto genio le contó cómo el forastero había vuelto para adueñarse de nuevo de la lámpara.
Lamentablemente, el alcance de su poder no le permitía deshacer el daño hecho, pero sí podía llevar al joven Aladino ante el palacio robado por el brujo. Una vez allí, el joven halló a su esposa recluida e intentó calmarla, prometiendo que resolvería la situación, con un plan de huida. La estrategia consistía en que Halima envenenase al brujo durante la cena.
La princesa, sirvió el veneno que el genio del anillo había facilitado, y lo introdujo en una copa de vino, que el brujo ingirió con su cena. Una vez surtido efecto, éste se desvaneció, hecho que Aladino aprovechó para introducirse en el palacio nuevamente y tomar la lámpara mágica. Ante la presencia del genio una vez más, Aladino le pidió devolver el palacio a su lugar habitual.
Todos regresaron felices junto al Sultán, y la familia vivió junta y dichosa hasta el fin de sus días. Aún hoy, cuentan que ven sus rostros sonrientes brillando en una vieja lámpara de aceite.
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